Prólogo
“Pedro González Telmo era un
apuesto y presumido joven eclesiástico nacido cerca de Palencia (España) a
fines del Siglo XII, que por influencia de su tío Obispo, fue ungido canónico de
la más importante catedral de la ciudad. No pudiendo sofrenar su vanidad por tan
importante y envidiable cargo, vestido de gran gala como un príncipe oriental
y no menos adornado su corcel con los más preciosos y valiosos arneses, se
paseaba un día por una calle de la ciudad cuando repentinamente el noble
animal se asustó de algo y dio un brinco. El elegantísimo religioso, despedido
al aire, fue a incrustarse de bruces en un charco de inmundos y malolientes
desperdicios en los que no faltaban orines y excrementos. La lujosa vestimenta
y el cuerpo del vanidoso, desde los pies hasta el último de sus cabellos se
impregnaron de esa carroña. El vecindario corrió en el acto a ver el espectáculo
y reírse a carcajadas, lo que atrajo aún a más curiosos de las inmediaciones. El
joven tosió y vomitó durante horas. Según sus biógrafos, para Pedro González
Telmo, esa fue una evidente señal del Cielo para que depusiera su tonto engreimiento
y se inspirara en la ilimitada bondad y humildad de Jesucristo. A partir de entonces
vistió peor que el más paupérrimo mendicante, se impuso los más grandes
ayunos, sacrificios y sufrimientos durante
el resto de su existencia, en la que no vivió más que para la oración y ayudar
a los necesitados, hasta el punto de que post
mortem fue canonizado al comprobarse
con fehacientes documentos que merced a su mediación, el Supremo había hecho
numerosos milagros a los creyentes.
“Se lo considera patrono de
los marinos que lo invocan cuando se enfrentan con tempestades.
“Lejos estaba Pedro González
Telmo que un día su nombre se habría de perpetuar en uno de los barrios más antiguos,
característicos y queridos de Buenos Aires”.
Hemos reproducido parte del discurso que hace
muchos años pronunció en la
Escuela 34 el principal protagonista de este libro, don Juan
Castellanos, que nació y vivió sus 83 años en el barrio de San Telmo, donde sigue
residiendo.
La
vocación por la filosofía, se despertó en él a avanzada edad. Sin interés
material alguno, se dedica desde entonces a ser útil al prójimo con sus sugerencias.
No
todos los que lo frecuentan en su casa o el café de la esquina o en la plaza
frente a la misma, de verdad tienen problemas
dignos de ventilarse. A veces son pequeñas dificultades o inquietudes que
exageran premeditadamente para justificar su presencia, porque en el fondo lo
que en realidad quieren es escuchar las reflexiones del anciano filósofo
artesanal, como suele calificarse
a sí mismo.
El Autor
¡Qué trabajo encontrar trabajo!
¡Luisita
Sarraceno! ¡La hija de mi gran amigo Abel!... ¿Qué te pasa que se te ve tan
preocupada que el mentón toca el piso?
--¿Qué tal don
Juan?… No, yo… Resulta que…
Pero
siéntate y cuéntame. Tú tienes algún problema porque a esta hora de la tarde
tendrías que estar trabajando en la mercería y no paseando.
--No, ¡qué
paseando ni paseando! Ando buscando trabajo. Hace como seis meses que estoy desocupada
y busco, pero no hay, ¡no hay nada!
¡No
me digas! Pero entonces te despidieron o renunciaste, cobraste la indemnización
y te dejaste estar… Y ahora, claro…
--No, lo que pasa
es que la mercería cerró. La cerraron los hijos de la dueña. Ella murió, pobre
doña Lidia.
¡Pero
no me digas!... ¿cómo va a morir si ella era mucho más joven que yo? ¿Qué podía
tener, 60 años cuando mucho? ¿Entonces yo qué estoy haciendo acá, cuando
tendría que estar arriba desde hace rato y recibiéndola a
ella y dándole la bienvenida?
--No, Tenía 78
años. Pero eso se supo cuando murió porque lo dijeron los hijos. Ella acostumbraba
a decir que tenía 65 y de ahí no la sacaba nadie.
Pero
igual, 78 años no es mucho. ¡Era una
chica! ¿Sabes cuántos años tengo yo, a ver cuántos me das?
--Y más o menos
eso, 78, 79…
Te
quedaste corta. 83, pero hablando en serio, la edad tiene y no tiene que ver.
Lo que cuenta es la salud, porque si no, mira: no sé si ves los noticiarios de
la TV. Mueren
chicos de corta edad ¡hasta bebés! Pero bueno… ¿qué me contabas de la
mercería? A la dueña yo la conocí, medio de pasada. ¿No era una señora enorme,
tipo provinciano, bien morena, como de 60 años que siempre estaba a las carcajadas?
--No, no. Usted
se confunde con Valeria, la que tiene un kiosco al lado de la mercería. Ella
sí debe tener unos 60 años.
¡No,
no, ya sé, no me digas! Ahora me doy cuenta: ¿Era una señora bajita, muy encorvada
y de anteojos?
--Ahora sí: así
era doña Lidia, sí.
Entonces
los hijos no quisieron saber nada con el negocio y cerraron. Pero supongo que
indemnizaron a las chicas. ¿Cuántas eran tres o cuatro?
--No.
Últimamente la señora fue reduciendo al personal, así que quedamos nada más
que dos: yo y otra más, Noelia. Nos dieron algo, pero no lo que nos correspondía
por nuestra antigüedad. En el Sindicato nos aconsejaron aceptar y dejar las
cosas como están. Podíamos hacer pleito, sí, pero eso dura años y años, y
claro, si una necesita el dinero más vale conformarse con menos ¡pero ya!
Como bien dice el refrán: “A río revuelto, cien pájaros volando.” ¡No, está
mal, me equivoqué! “Más vale pájaro en mano que ganancia de pescadores”.
¡Oh,no, tampoco! ¡Cómo tengo de revuelta la cabeza!
Tranquilízate,
Luisita. Vamos a razonar con toda serenidad. Veamos: ¿No hablaron con los
hijos de la difunta, a ver si querían seguir con el negocio en el cual ustedes
dos supongo ya estaban prácticas en todo, y total para ellos no era ninguna
molestia? A veces, de una conversación sincera, concreta, se llega a un entendimiento.
--No, no se habló
del asunto porque son dos ingenieros muy engreídos y ocupados en su profesión,
que según nos contaba doña Lidia, tenían unos sueldos descomunales como
ejecutivos de una gran Empresa de Construcciones, de esas que hacen edificios
torres. Para ellos la mercería era “un kiosquito para que se entretenga la
vieja”, según decía ella misma. Por eso cuando doña Lidia estaba haciendo sus
cuentas o enfrascada en los problemas con los proveedores o las clientas que
le debían dinero, solía repetir entre dientes: “¡Jeje, un kiosquito para que se
entretenga la vieja!”
Entonces
cobraste ese dinero y te dejaste estar. No empezaste a buscar trabajo
enseguida, dí la verdad, Luisita.
--No, no es así, don Juan. Cuando cobré ese dinero, me
acuerdo que era un viernes a la tarde, a última hora. Así que de la mercería me
fui a casa. Por supuesto que mis padres ya sabían todo porque yo les comenté
apenas mi compañera y yo nos enteramos de la triste noticia, que en realidad
eran dos: el fallecimiento de doña Lidia y que los hijos iban a cerrar el
negocio. El día siguiente, sábado, no iba a salir a buscar trabajo, porque los
negocios y oficinas cierran a mediodía, menos donde venden comestibles, y los
restaurantes y bares. Así que el lunes ya empecé a buscar, mirando los avisos
clasificados de los diarios. Tenía que buscar y encontrar algo sí o sí. Usted
sabe que soy hija única y mis padres necesitan de mi apoyo económico porque no
tienen más que sus jubilaciones. Dinero ahorrado nada porque no teniendo casa
ni departamento propio, uno de esos haberes se va en el alquiler.
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