domingo, 13 de enero de 2013

PRIMO DI MARTINO: libro "¿Y ahora qué hago?" (frag.)



                                                             Prólogo

“Pedro González Telmo era un apuesto y presumido joven eclesiástico nacido cerca de Palencia (España) a fines del Siglo XII, que por influencia de su tío Obispo, fue ungido canónico de la más importante catedral de la ciudad. No pudiendo sofrenar su vanidad por tan im­portante y envidiable cargo, vestido de gran gala como un príncipe oriental y no menos adornado su corcel con los más pre­ciosos y valiosos arneses, se paseaba un día por una calle de la ciudad cuando repenti­namente el noble animal se asustó de algo y dio un brinco. El elegantísimo religioso, despedido al aire, fue a incrustarse de bruces en un charco de inmundos y malo­lientes desper­dicios en los que no faltaban orines y excrementos. La lujosa vestimenta y el cuerpo del vanidoso, desde los pies hasta el último de sus cabellos se impregnaron de esa carroña. El vecindario corrió en el acto a ver el espectáculo y reírse a carcajadas, lo que atrajo aún a más curiosos de las inme­diaciones. El joven tosió y vomitó durante horas. Se­gún sus biógrafos, para Pedro González Telmo, esa fue una evidente se­ñal del Cielo para que depusiera su tonto engreimiento y se inspirara en la ilimitada bondad y humildad de Jesucristo. A partir de entonces vistió peor que el más paupé­rrimo mendicante, se impuso los más gran­des ayunos, sacrificios  y sufrimientos du­rante el resto de su existencia, en la que no vivió más que para la oración y ayudar a los necesitados, hasta el punto de que post mortem  fue canonizado al com­probarse con fehacientes documentos que merced a su mediación, el Supremo había hecho nume­rosos milagros a los creyentes.
“Se lo considera patrono de los marinos que lo in­vocan cuando se enfrentan con tem­pestades.
“Lejos estaba Pedro González Telmo que un día su nombre se habría de perpe­tuar en uno de los barrios más antiguos, ca­rac­terísticos y queridos de Buenos Aires”.
   Hemos reproducido parte del discurso que hace mu­chos años pronunció en la Escuela 34 el principal protagonista de este libro, don Juan Castellanos, que nació y vivió sus 83 años en el barrio de San Telmo, donde si­gue residiendo.
La vocación por la filosofía, se des­pertó en él a avanzada edad. Sin inte­rés material alguno, se dedica desde entonces a ser útil al prójimo con sus sugerencias.
No todos los que lo frecuentan en su casa o el café de la esquina o en la plaza frente a  la misma, de verdad tienen pro­blemas dignos de ventilarse. A veces son pequeñas dificultades o inquietudes que exageran premeditadamente para justificar su presencia, porque en el fondo lo que en realidad quieren es escuchar las reflexio­nes del an­ciano filósofo artesanal,  como suele cali­ficarse a sí mismo. 

                                                                                                                                  El Autor

                                    
                                    ¡Qué trabajo encontrar trabajo!

¡Luisita Sarraceno! ¡La hija de mi gran amigo Abel!... ¿Qué te pasa que se te ve tan preocupada que el mentón toca el piso?
--¿Qué tal don Juan?… No, yo… Re­sulta que…
Pero siéntate y cuéntame. Tú tienes al­gún problema porque a esta hora de la tarde tendrías que estar trabajando en la merce­ría y no paseando.
--No, ¡qué paseando ni paseando! Ando buscando trabajo. Hace como seis meses que estoy desocupada y busco, pero no hay, ¡no hay nada!
¡No me digas! Pero entonces te despidieron o renunciaste, cobraste la indemnización y te dejaste estar… Y ahora, claro…
--No, lo que pasa es que la mercería cerró. La cerra­ron los hijos de la dueña. Ella murió, po­bre doña Lidia.
¡Pero no me digas!... ¿cómo va a morir si ella era mucho más joven que yo? ¿Qué podía tener, 60 años cuando mucho? ¿Enton­ces yo qué estoy haciendo acá, cuando tendría que estar arriba desde hace rato y recibiéndola a ella y dándole la bienvenida?
­--No, Tenía 78 años. Pero eso se supo cuando murió porque lo dijeron los hijos. Ella acostum­braba a decir que tenía 65 y de ahí no la sacaba nadie.
Pero igual, 78 años no es mucho. ¡Era una  chica! ¿Sabes cuántos años tengo yo, a ver cuántos me das?
--Y más o menos eso, 78, 79…


Te quedaste corta. 83, pero hablando en serio, la edad tiene y no tiene que ver. Lo que cuenta es la sa­lud, porque si no, mira: no sé si ves los noticiarios de la TV. Mueren chicos de corta edad ¡hasta bebés! Pero bueno… ¿qué me con­tabas de la mercería? A la dueña yo la co­nocí, medio de pasada. ¿No era una señora enorme, tipo provinciano, bien morena, como de 60 años que siempre estaba a las carcajadas?
--No, no. Usted se confunde con Vale­ria, la que tiene un kiosco al lado de la mercería. Ella sí debe tener unos 60 años.
¡No, no, ya sé, no me digas! Ahora me doy cuenta: ¿Era una señora bajita, muy encor­vada y de ante­ojos?
--Ahora sí: así era doña Lidia, sí.
Entonces los hijos no quisieron saber nada con el negocio y cerraron. Pero su­pongo que in­demnizaron a las chicas. ¿Cuántas eran tres o cuatro? 
--No. Últimamente la señora fue redu­ciendo al personal, así que quedamos nada más que dos: yo y otra más, Noelia. Nos dieron algo, pero no lo que nos co­rrespondía por nuestra antigüedad. En el Sindicato nos aconseja­ron aceptar y dejar las cosas como están. Podíamos hacer pleito, sí, pero eso dura años y años, y claro, si una necesita el di­nero más vale confor­marse con menos ¡pero ya! Como bien dice el refrán: “A río revuelto, cien pájaros volando.” ¡No, está mal, me equivoqué! “Más vale pájaro en mano que ganancia de pescadores”. ¡Oh,no, tampoco! ¡Cómo tengo de revuelta la cabeza!
Tranquilízate, Luisita. Vamos a razo­nar con toda serenidad. Veamos: ¿No hablaron con los hijos de la difunta, a ver si querían seguir con el ne­gocio en el cual ustedes dos supongo ya estaban prácticas en todo, y total para ellos no era ninguna molestia? A veces, de una conversación sincera, concreta, se llega a un entendi­miento.
­--No, no se habló del asunto porque son dos ingenieros muy engreí­dos y ocupados en su profesión, que según nos contaba doña Lidia, tenían unos suel­dos descomunales como ejecutivos de una gran Empresa de Construcciones, de esas que hacen edificios torres. Para ellos la mercería era “un kiosquito para que se entretenga la vieja”, según decía ella misma. Por eso cuando doña Lidia estaba haciendo sus cuentas o enfrascada en los proble­mas con los proveedores o las clientas que le debían dinero, solía repetir entre dientes: “¡Jeje, un kiosquito para que se en­tretenga la vieja!”
Entonces cobraste ese dinero y te dejaste estar. No empezaste a buscar trabajo enseguida, dí la verdad, Luisita.
--No, no es así, don Juan. Cuando co­bré ese dinero, me acuerdo que era un viernes a la tarde, a última hora. Así que de la mercería me fui a casa. Por su­puesto que mis padres ya sabían todo porque yo les comenté apenas mi compa­ñera y yo nos enteramos de la triste noti­cia, que en realidad eran dos: el falle­ci­miento de doña Lidia y que los hijos iban a cerrar el negocio. El día siguiente, sá­bado, no iba a salir a buscar trabajo, porque los negocios y oficinas cierran a mediodía, menos donde venden comesti­bles, y los restaurantes y bares. Así que el lunes ya empecé a buscar, mirando los avisos clasificados de los diarios. Tenía que buscar y encontrar algo sí o sí. Usted sabe que soy hija única y mis padres ne­cesitan de mi apoyo económico porque no tienen más que sus jubilaciones. Dinero ahorrado nada porque no te­niendo casa ni departamento propio, uno de esos haberes se va en el alquiler.

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